Viernes, 14 de diciembre de 2012
VISTO Y LEIDO II
Leer, escribir, cocinar y comer
Un itinerario de recetas que acompañan una vida llena de
sabores y palabras que llenan de sentido mucho más allá
que un cúmulo de ingredientes.
Por Flor Monfort
Una
infancia en Hurlingham, un exilio a Venezuela, el nacimiento de tres
hijos y la pérdida de un embarazo, la entrada a una familia nueva y la
salida, siempre a través de la cocina, constituyen la trama invisible
que cose el último libro de Ana Pomar Sabores de la memoria. Historias
con recetas (Periplo).
Pomar entra a las anécdotas sin anestesia, serpentea entre su niñez,
testigo de ese particular mundo british que se armaba en su barrio de
crianza entre ferias de ropa y “high teas” con la entrada a una familia
(la de su marido) también amante de la cocina y todo el ritual que allí
se entrevera cuando de alimentar, crecer, recordar, evolucionar y al
fin, morir, se trata. Con los años marcando el pulso de una historia que
se adivina en la ida de una familia a Carúpano, y el aporte que de esa
tierra trae la autora de arepas (pancitos de harina de maíz), guiso de
caraotas (porotos negros), carne desmechada y pabellón criollo (“la
comida más típica y deliciosa de Venezuela”), Pomar cuenta historias
breves pero suculentas y las remata con una receta representativa y tres
sugerencias para acompañarla. Siempre certera en los climas para
narrar, la pulsión de contar se trenza de maravillas con los aromas,
colores y texturas que desbordan las páginas. Varios hits tremendos e
imposibles de resistir, como la carbonada, el quiche Lorraine, el helado
de coco y el madrasi curry son ventanitas a un mundo que no distingue
tradiciones, sino que se para en ellas para contar la diversidad que
cabe en toda una vida de oídos bien atentos y mucha pasión para el arte
del encuentro.
Sobre la mezcla de literatura y cocina, dice Pomar que lo literario
empezó con ella. “Me gustaba escribir algunas poesías de infancia que se
perdieron, pero recuerdo que eran oscuras y que ni yo misma entendía
por qué las palabras se mandaban solas y yo las dejaba. Me gustaba leer y
me gustaba escribir. Pero nadie me aplaudía por eso y no tenía ningún
mandato ni valoración adulta que me estimularan o me frenaran. Seguí la
carrera de letras y ahí sí: la buena literatura... para qué escribir si
estaban ellos.” Durante años sólo escribía cartas, que hacían llorar y
reír a los destinatarios, pero sus amigas le decían que ella tenía que
escribir en serio. Sobre la cocina y la comida también dice que
empezaron con ella. “Mamá cocinaba mientras me contaba sus platos de
infancia, la visita de la abuela Juana que hacía para nosotros los
pasteles de hojaldre –y de quien ofrece una deliciosa receta de
empanaditas de queso–. Las mesas enormes del verano con primos y tíos
bajo los paraísos. Y después la alegría de mi familia propia y el deseo
inconsciente de repetir para ellos la conjunción del encuentro en la
mesa, el placer de la comida y el tiempo dedicado a contarnos el día”,
dice Pomar. En esa aventura está el recuerdo de cuando casi se
electrocuta su hermano Goyo, y cómo la vuelta a casa sin palabras reunió
a todos en torno de la madre preparando quibebe (“el acto de cocinar me
pareció de extrema trascendencia”), o aquel en que el hijo de siete
años, Aníbal, le confesó a la abuela paterna que su madre y su otra
abuela hablaban mal de ella (“¿Sabés que mamá cuando está con mi abuela
Meme y habla de vos dice la vieja”?) rematado por los varenikes que en
casa de la suegra se hacían mejor que en ningún lado. Más del legado
inglés por vivir en Hurlingham: si bien en el colegio no tenían el mismo
trato que los descendientes, el inolvidable chicken pie de los años
primarios la llevaron a Pomar a probar distintas recetas hasta lograr
uno parecido. Y de su amada Venezuela, la inolvidable Evarista, mujer
salvadora cuando la autora contrajo dengue durante un embarazo y
alimentó a sus otros dos hijos fascinándolos con la compra de una
gallina que sirvió de entretenimiento y cura de males. Muchos años
después, la familia la visitó en Carúpano y allí seguía la mujer
hechicera, que gracias a su intervención nadie en la familia había
logrado olvidar.